Historia de un entierro con chocolate

(26 / jun / 2014) - La muerte siempre debe ser triste. Sin embargo, en ocasiones, y quizá para disfrazar la dureza del momento, nos contentamos con pequeños matices para hacerlo llevadero. Este es el caso de mi abuela, que hace apenas una semana terminó su negociación con Caronte y ahora descansa en paz.

Haber sobrevivido a la República, la Dictadura y una Monarquía, llegando a mirar a la centena con cierta confianza, provoca un falso alivio cuando uno pisa el tanatorio. Es cierto que la cantidad no hace la calidad. Pero esta historia no va de muertes ni de tristeza, sino de todo lo contrario, de la alegría que produce saber que hay personas que incondicionalmente te quieren y que siempre estarán ahí.

Por desgracia, en muchas ocasiones, hasta que no recibes un fuerte golpe no te das cuentas de que la vida es finita, y de que todo lo que hay en ella tarde o temprano se acaba. Así, y envuelto en mi propio egoísmo, cuando sonó el teléfono y mi madre me dijo que el corazón de “la abuela” había dicho basta, mis recuerdos tornaron de inmediato a mi niñez, justo antes de ser devorado por la pubertad y olvidar que los demás también existen.

Sobre mí se dibujaban toda clase de momentos, y todos se amontonaban con “la abuela” durante el verano en la casa del pueblo. El madrugón del 7 de julio para ver el primer encierro de San Fermín, las alegres mañanas en que el desayuno era un “moyete” recién hecho con harina de la tahona, el gazpacho, los ajoblancos, las interminables horas jugando a la pelota bajo su atenta mirada y los “cuidado no des a la puerta”, las noches “al fresco” matando lagartijas… Las necesidades básicas totalmente cubiertas de un niño tímido que siempre tuvo en sus veranos un momento inolvidable.

Pero el dolor continúa, y ver a los familiares tristes duele aún más. Lágrimas invisibles que no quieren aparecer por vergüenza, primos a los que nos ves desde hace mucho tiempo. Queramos o no, la muerte une; y es ruin que no sea la vida lo que nos mantiene unidos.

Aunque hablando de familia, la mía, es sin duda de lo que más orgulloso estoy. Me ha demostrado en la última semana que me puede faltar de todo, pero que ellos siempre estarán ahí. Además, quizá ahora todo sea más sencillo, puesto que desde hace algo más de un año hay una pequeña garrapata llorona que nos ha quitado sueño, pero nos da la vida. Sus sollozos, las risas, los gritos, esas palabras entrecortadas y repetidas como un loro… todo está envuelto en una magia especial, una sonrisa totalmente limpia que solo tiene como horizonte tener al alcance un croissant de chocolate.

Puede que sea en esos momentos de dolor y tristeza cuando más necesita uno a las personas que quiere, o mejor dicho, a las personas que te quieren, que pese a ser un leve matiz, marca la diferencia. En mi caso, y con la derrota de España en el Mundial mediante, quizá he pasado uno de los momentos más cercanos que nunca he tenido con mi familia. Conversaciones llevadas hasta el extremo de enfadarnos, chistes que siempre ayudan, charlas de esas que te hacen sentir bien, consejos que deben ser almacenados… sin duda una fotografía de las que guardas para enseñar dentro de muchos años y darte cuenta de que en ese momento había en el mundo un rincón con mucha paz.

Dicen que la familia es lo único que no se elige en la vida. Por fortuna yo sí he podido elegir, porque tengo muy claro que sin ellos no sería nada, y que de haber sido mi elección, lo tendría muy claro. No obstante, mis veranos ya se han acabado, al menos en el pueblo, y nunca más volveré a madrugar con “la abuela” para ver los encierros, pero ahora tengo la obligación de ofrecer esos veranos a mi sobrino, que a fin de cuentas es el mismo niño que yo era. 

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